Por David Torrejón
(Dedicado a la memoria de Isabel y a sus queridos José Antonio (Sevi) y Clara).
Durante algunos años mi habitación de adolescente se vio iluminada por un cartel turístico de St. Moritz, probablemente de finales de los sesenta, sujeto con chinchetas a la pared, frente a mi cama.
No era una ilustración como las de ntaño, sino una fotografía en color impresa a sangre. Recuerdo, al fondo, un lago custodiado por montañas nevadas y, en primer plano, una pendiente florida sobre la cual una rubia reclinada contemplaba el paisaje dándole la espalda al espectador. Y, por encima de todo, lucía el para mí misterioso logotipo de la villa suiza.
No tengo ni idea de cómo ese póster llegó allí. Supongo que lo traería mi padre de alguna casa u oficina que estaría reformando. El caso es que, colocado en esa pequeña pieza de tres y medio por dos y medio metros, en la que apenas cabían mi cama y una mesa de estudio (que nunca usé porque crecí más de la cuenta), ese cartel funcionaba como una ampliación mágica del espacio, una ventana abierta a un mundo desconocido que estaba más allá de la grisura de los años setenta, de la pelusilla sobre el labio y las clases del colegio.
Esa mujer sin cara fue adquiriendo sucesivamente el rostro de mis platónicos enamoramientos y actuó como testigo, entre otras cosas, de explosiones de Cheminova, montaje de aeromodelos varios y de la lectura, entre carcajadas a duras penas sofocadas, de incontables libros de Guillermo Brown en horas supuestamente de estudio.
Al principio no tenía ni idea de qué era eso de St. Moritz. Bien podía ser una marca de tisanas naturales, el apellido de la rubia o algún lugar en el mundo. La respuesta me llegó de las páginas de las revistas del corazón que circulaban por casa. Resultó ser un enclave privilegiado de los Alpes donde se daba cita la clase más adinerada del mundo, y por el que se pavoneaban en traje de esquí actores y actrices de moda como Sean Connery o Brigitte Bardot, y donde lucían sus conquistas perecederas los play boys, fuera lo que fuese tal cosa, al estilo de un tal Gunther Sachs.
El descubrimiento no fue del todo feliz, pues con él se perdía el misterio y, por otro lado, me suponía una inquietante preocupación por la suerte de mi compañera de papel, quizás presa ya de esos depredadores contra los que era imposible competir.
Así fue hasta que llegó el día en el que, iluso, pensé que había posibilidades, siquiera remotas, de que uno de esos amores platónicos aceptara pasar por mi pequeña morada, y comprendí que mi amiga no era la mejor compañía para ese improbable encuentro. El caso es que la descolgué, la enrollé y cuidadosamente la encapsulé en un canuto de cartón. Y no la volví a ver nunca más. Su sitio lo fueron ocupando primero Larry Bird y sus secuaces y, después, carteles revolucionarios propios de un universitario en plena Transición.
Sin embargo, el póster de St. Moritz permaneció en mi memoria sin yo ser consciente de ello. Hace unos días, durante mis correrías en moto por los Alpes, pasé por primera vez en mi vida por la famosa localidad y fue inevitable que rememora el cartel y su protagonista. El logotipo de la ciudad sigue siendo el mismo, lo que es sin duda un acierto, y aunque me pareció más pequeña de lo que había imaginado, está tan cuidada y coqueta como se le supone por la fama de que disfruta aún en estos tiempos, en los que ya no se llevan los play boys, o al menos no son tan elegantes y famosos como lo eran antaño, sino una acumulación de músculos tatuados. Me pregunté si mi bella desconocida seguiría por allí y preferí imaginármela convertida en una de esas abuelas energéticas que suben cualquier rampa alpina en bicicleta.
Antes de seguir viaje, me hice el “selfie” que adjunto en agradecimiento a todos esos años en los que le dio un toque cosmopolita a la leonera de un adolescente que no sabía siquiera el significado de ese adjetivo.
Nota a posteriori:
Internet tiene estas cosas mágicas: buscas algo sin la menor esperanza de encontrarlo y, de repente, aparece. Aquí están el cartel de St. Moritz y mi chica de ensueño. Sí, se ve su rostro. El que la recordara de espaldas después de pasar tantos años juntos me tiene perplejo. No sé qué explicación darle. La memoria funciona a veces de una forma incomprensible. Pensaré en ello.