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Por Luis Junco

Estamos en pleno verano. Solo por carretera se estiman en más de dieciséis millones los desplazamientos, casi todos con destinos a las playas. Un viaje peligroso por el volumen de tráfico que se concentra en las salidas de las principales ciudades del interior y en las entradas de las poblaciones costeras. Impaciencia, tensión. Hay que tener ojos hasta en el cogote para evitar un accidente. Y aún no hay descanso cuando por fin llegas al destino. Colas en las recepciones hoteleras y aglomeraciones en los restaurantes a pie de playa para coger una mesa. Cuando al fin la consigues, tienes que esperar casi un hora por el plato de calamares que para colmo llegan fríos y se estiran como tirachinas. Intentas comunicarte, con el camarero -que se acerca a la mesa como un tsunami y se aleja con igual brío-, con tu querida esposa y tu adorado hijo, que permanecen ahí al lado, anclados a las sillas como a un salvavidas. Pero un estruendoso y sincopado chunda-chunda que proviene de al menos dos grandes altavoces que nos flanquean hace de cualquier intento de conversación una tarea imposible. Nos limitamos a mirarnos con una sonrisa forzada de conmiseración. Bueno, me dije, al menos podremos digerir los calamares tendidos sobre la arena, en paz, al borde el mar, arrullados por el cadencioso rumor del oleaje. 

-¡Pero, Paco, dónde has dejado al niño! -me despierta de aquella ensoñación el grito angustiado de mi amada consorte. Porque después de dejar el restaurante y buscar a trompicones la primera línea de playa, me doy cuenta de que a quien llevo de la mano no es a nuestro niño, sino a un señor bajito y regordete que me miraba con mucha curiosidad. El niño se nos había perdido. También me di cuenta de que mi ensoñación de paz y tranquilidad en la orilla de aquel mar era eso, pura fantasía. Había gente por todas partes. Ni siquiera metiéndote en el agua hasta el pescuezo podrías eludir la marea humana. Y más allá me sería imposible, porque no sabía nadar. 

Afortunadamente nuestro hijo no estaba muy lejos. A pesar de que solo tenía seis años, el instinto y la necesidad le habían llevado a descubrir el agua antes que nosotros. Lo descubrimos por el insólito círculo de agua desprovisto de bañistas que se agolpaban donde el nivel del mar llegaba apenas a las rodillas. Nuestro amado vástago, emulando al famoso Manneken Pis, estaba solo en el centro del círculo. Junto al alivio que me deparaba su aparición, sentí una enorme y gratificante envidia por mi hijo. Su instinto también le había llevado a descubrir una ingeniosa manera de estar solo enmedio de la multitud. 

Una parodia, sí, sobre un periodo del año que debería servirnos de pausa emedio del ajetreo habitual, un tiempo de tranquilidad, de soledad para poder encontrarnos debidamente con los que habitualmente nos rodean y más queremos. 

Lo complementaré con la traducción de unos párrafos de un capítulo de un libro necesario, La filosofía de la soledad, de la que ya hemos escrito en este blog y cuyo autor es J. C. Powys.

En el capítulo ocho hay una curiosa descripción del suicidio de una hormiga. 

Ayer por la mañana, este narrador fue testigo de algo sorprendente. Estando de pie sobre una piedra que estaba al borde de la corriente rápida de un río presencié fascinado lo que me pareció el suicidio de una hormiga. Arribando hasta esta piedra a través de una larga hoja de junco caída, dos hormigas conversaron a su manera, con signos, movimientos, señales, tras lo cual, después de una breve y estoica despedida, una de ellas se volvió a subir a la hoja de junco, y como una buen soldado volvió al hormiguero a transmitir las pertinentes noticias, mientras la otra deliberadamente se precipitó al remolino de las aguas y en un segundo desapareció de la vista. 

Y esta interesante apariencia de inteligencia elemental, incluso para unas hormigas, llevó a este escritor a meditar sobre los suicidios de los humanos que leemos cada día. También ellos se precipitan al Jordan, por medio de estufas de gas, desde altos ventanales, desde estaciones de tren, en el cuarto de baño, desde cubiertas de barco de primera clase. Y lo hacen para escapar -como me pareció que la hormiga suicida lo hacía- de la intolerable tiranía del hormiguero.

Pero lo que estas víctimas de la desesperación son incapaces de reconocer es que lo que se llama lo Eterno llega de manera insospechada. En cualquier momento este panorama cambiante y fluido cristaliza no solo en hórridos arrecifes de angustia, sino en bellas formas flotantes como islas de infinidad en este mar embravecido del tiempo. 

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