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Por Luis Junco

Desde el siglo XVII, el mundo físico está gobernado por las tres leyes universales y deterministas de Isaac Newton: la de la inercia (todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme al no ser afectado por una fuerza); la de la relación entre fuerza y aceleración (el cambio de velocidad de un objeto es directamente proporcional a la fuerza que actúa sobre él e inversamente proporcional a su masa); y la de acción y reacción (a una acción corresponde una reacción de igual magnitud y en sentido contrario). Y esto afecta a todo el mundo material. (Estas leyes, más la de la gravedad, también debida a Newton, nos han permitido escapar de nuestro planeta, viajar a la Luna y explorar nuestro sistema solar).

Nosotros estamos constituidos por materia (moléculas, átomos, partículas elementales) y por tanto gobernados por estas mismas leyes. Así que, en cierto sentido, nuestro futuro se conformaría de la misma manera que las bolas colocadas sobre una mesa de billar. Conocidas las posiciones iniciales de las bolas sobre la mesa y sus velocidades, y establecido el contorno de la mesa, las fórmulas matemáticas que expresan las citadas leyes de Newton nos dicen con exactitud y sin la menor duda cuál será nuestro destino en cualquier momento del tiempo futuro. Las posibilidades (lo que se conoce en física como el espacio de configuración del sistema) pueden ser más o menos dependiendo del número de bolas sobre la mesa, pero los estados de nuestro destino son limitados y determinados. 

(La revolución cuántica cambió en mucho esta visión “clásica” de la física, introduciendo la incertidumbre, los estados de superposición, la función de onda, etc., pero las posibilidades -el espacio de configuración del sistema- seguían siendo limitadas). 

En el siglo XIX se enuncia el Segundo Principio de la Termodinámica, que viene a decirnos que en cualquier sistema físico cerrado o aislado (aquel que no intercambia nada con el exterior) el desorden se incrementa de manera irreversible. Un ser vivo, por ejemplo, es un sistema abierto, que intercambia energía y/o materia con el exterior. Pero el Universo como conjunto es un sistema cerrado: está condenado a incrementar su desorden (la entropía) continuamente. Y el destino que este Principio dicta para nuestro Universo es la continua expansión y enfriamiento. Actualmente, la temperatura media del Universo es de 266 grados centígrados bajo cero y se sigue expandiendo y enfriando. Las galaxias se irán separando, diseminando y aislando; las estrellas se irán apagando; los agujeros negros se irán evaporando… Y cuando la temperatura llegue a los 273 grados bajo cero, se acabará todo movimiento, cualquier intercambio de energía. Será la muerte térmica. La muerte absoluta, de todo el Universo. 

Pero en este panorama tan desolador, hay algo luminoso y contradictorio que alienta entre las tinieblas. La vida. Algo que solo conocemos en nuestro minúsculo planeta, pero que es muy problable que sea algo común en el Universo. Y la contradicción proviene de que siendo la vida parte del mundo físico, las leyes de la física no tienen aplicación en el comportamiento y evolución biológicos. La constante y creciente complejidad de la vida desde su aparición en nuestro planeta hace más de tres mil setecientos millones de años no puede deducirse de ningún sistema de ecuaciones ni su “espacio de configuración” tiene las limitaciones de cualquier otro sistema físico. 

Este es el postulado de una nueva ciencia que conjuga biología, física y cosmología: la biocosmología, que tiene como principales exponentes a la astrofísica Marina Cortés, al físico y filósofo Lee Smolin y al biólogo Stuart Kauffman. 

Para finalizar esta entrada y del último libro publicado por Kauffman, Un mundo más allá de la física (2019), transcribo algunos párrafos que pueden dar más luz sobre lo que intenté sintetizar anteriormente.

Sobre los procesos contrarios de creación de orden y entropía: 

La famosa segunda ley de la termodinámica establece que el desorden, o entropía, se incrementa en sistemas cerrados. La evolución biológica es la historia de un vasto incremento de la complejidad y la organización de organismos y ecosistemas que conforman la biosfera. ¿Impide esta segunda ley la aparición de la complejidad en la biosfera? La respuesta es no. Primero, dados sistemas abiertos (como los seres vivos), la incorporación de energía de alta calidad -por ejemplo, los fotones de la banda azul (que provienen del Sol)– permite que el trabajo termodinámico de la fotosíntesis sea realizado, dando como subproducto fotones de menor energía de la banda roja. En este proceso, por supuesto, se produce entropía. 

Esto significa que protocélulas y posteriores células literalmente hagan el trabajo termodinámico de construirse a sí mismas, aprovechando la energía libre disponible para hacerlo y produciendo entropía como resultado. Dada la variación hereditaria y la selección natural de las protocélulas y sus descendientes, las criaturas de la floreciente biosfera se construyen a sí mismas en una complejidad creciente que ellas crean de forma mancomunada. Y construyen orden más deprisa que el desorden generado por la entropía. Gana el orden. 

Sobre la incapacidad de la física para aplicar y prever resultados de la evolución biológica:

La creciente diversidad de protorganismos y organismos crea aún más nichos, que incrementa la diversidad de contextos y la facilidad de hallar nuevas maneras de vivir en una biosfera que explosiona en posibildades (…). La vejiga natatoria de una anguila crea la posibildad de que un gusano pueda evolucionar para vivir en vejigas natatorias como parásitos. 

La biología no puede reducirse a la física porque la física no puede discriminar funciones como aspectos secundarios de consecuencias causales. La función del corazón es bombear la sangre, no producir sonidos cardíacos. Más aún, la única razón en biología por la que tales funciones existen en el universo, corazones, por ejemplo, es porque ellos permiten la propagación y selección de formas vivas de los que forman parte. Los corazones solo vinieron a la existencia porque fueron seleccionados por la función de bombear la sangre que mantiene con vida a los organismos de los cuales formaban parte. Pero no podríamos deducir ab initio, hace más de 3 mil setecientos millones de años, que los corazones y las vejigas natatorias iban a emerger. 

El mundo natural no es un máquina cuyo funcionamiento pueda deducirse por el demonio de Laplace, para quien el mundo era deducible dadas las ecuaciones de Newton y las posiciones y velocidades de todas las partículas. 

Pero en biología las cosas son diferentes. Las funciones biológicas son parte del estado de configuración de la evolución biológica: las trompas de los elefantes para alcanzar el agua, las orejas y huesos del oido medio para escuchar, los corazones que bombean sangre, las vejigas natatorias. ¡Nunca podremos prever el continuo cambio de ese espacio de posibilidades (espacio de configuración) de nuevas y constantes funcionalidades que aparecen! Y por tanto, nunca podremos integrar las ecuaciones de movimiento que no tienen leyes que puedan ser aplicadas. 

La incapacidad del reduccionismo en su aplicación a la biología: 

La biosfera es parte del universo. El reduccionismo, el supremo sueño de Weinberg de una teoría final (se refiere al Premio Nobel de Física Steven Weinberg), es esa teoría que permitiría deducir todo lo que se puede producir en el universo. Pero no hay leyes que vinculen el devenir de la biosfera, y la biosfera es parte del universo, así que el reduccionismo falla. No hay un teoría final. 

La vida, un mundo más allá de la física:

Si entre los 10 elevado a 22 sistemas solares que se estima que existen (un 10 seguido de veintidós ceros) en el universo observable, la vida es algo común, el universo está plagado de ella, y este algo más allá de la física puede ser algo que, coadyuvando a la física, suponga la emergencia de esta creciente complejidad en la evolución del universo. Un universo más allá de la física.

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