Por Santiago A. López Navia
He leído con enorme interés El blasón de la reina (Segovia, Ediciones Derviche, 2021), la tercera novela de Francisco Egido. Que un amigo querido como él, antiguo alumno cuya fructífera trayectoria profesional vengo siguiendo desde el primer momento, haya publicado ya tres novelas (y las tres las he leído), es algo que alimenta el orgullo de un viejo profesor (que no un profesor viejo) estrechamente ligado a sus discípulos desde el punto de vista afectivo.
En esta tercera obra de Egido importa mucho la historia, en pleno aniversario del levantamiento de los comuneros. Destaco cómo trata el autor el sitio de Segovia, el protagonismo cargado de simbolismo de la reina Juana y las figuras de Isabel de Castilla, Carlos V y Juan Bravo, sobre todo por lo que toca al sabroso misterio de su enterramiento en la parroquia segoviana de San Félix de Muñoveros. Importa Segovia, como cabe esperar de un segoviano cuyas palabras me han permitido revisitar con los ojos del lector lugares para mí muy queridos que han marcado mi vida tras casi once años intensísimos y provechosos en la antigua Universidad SEK, en donde el autor y yo compartimos afanes e ilusiones. Y además importa el misterio, muy bien trabado, muy bien urdido y muy bien administrado, con ingredientes muy variados a caballo entre la estética y la trascendencia. Si hay algo que deben aceptar los lectores de la novela histórica es su derecho a tratar de forma creativa los hechos por la más elemental coherencia con el peso de la ficción. No hablo de falsearlos, sino de abordar sus explicaciones con una nueva perspectiva en la que a veces pesan las peripecias de los personajes o la mirada inquisidora e inconformista de un narrador que no solo cuenta, sino que inquiere, convoca y siembra la duda. De eso se trata.
Con la autoridad que se puede conceder a quien dedica su vida a la literatura y ha leído las tres novelas de Egido, puedo afirmar que El blasón de la reina es una novela escrita con mucho oficio y una trama apasionante en la que están presentes, de forma muy estimulante, los valores de la integridad, la amistad, la curiosidad intelectual y la lucha contra la adversidad. Añado algo que considero particularmente valioso: la ruptura audaz con lo previsible, porque el sorprendente giro de los acontecimientos –que no voy a desvelar por razones obvias– no se aviene con el tópico de un final feliz, y en esto reconozco el valor del autor. Y como hablaba de valores y conozco los que animan a Francisco Egido, destaco la ejemplaridad que anima a la publicación, cuyas ventas se destinan a los fines solidarios de Cáritas a través de Alimentos de Segovia.
Sabiendo como sé, y como sabrá el lector, que Juan Manuel López Atienza (el protagonista de El blasón de la reina) acaba instalándose en la Suiza Española de Robledo de Chavela, espero encontrármelo por esos bosques y montañas en los que me pierdo (y me encuentro) siempre que puedo. Estoy seguro de que hablaremos con provecho de muchas cosas.