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Tras la lectura de «El último beso de Ana Curra y Eduardo Benavente» de Jaime Silva

Por Santiago A. López Navia

Después de casi treinta y seis años, me he reencontrado con el Jaime Silva que conocí, y he reconocido a la perfección en sus poemas a aquel adolescente militante, intuitivo, ajeno a cualquier concesión a lo convencional, a quien, entre otras cosas, en aquellos lejanos (y creo que más felices, académicamente hablando) tiempos del C.O.U., enseñé los entresijos de la sintaxis analizando las letras de las canciones de Loquillo y los Trogloditas. Es un regalo reencontrarse con alguien a quien conociste, alguien con quien compartiste inquietudes y tiempo, y lo es aún más cuando el reencuentro se produce en ese territorio amigo y sembrado que son sus propias palabras.

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El primer poemario de Jaime Silva, El último beso de Ana Curra y Eduardo Benavente (Valencia, Olé Libros, 2025), es un ejercicio necesario de memoria de momentos y lugares (madrileños y bercianos) que le han marcado y en los cuales, a su vez, él ha dejado su marca. Basta leer “Trabadelo”, en el que la sucesión de imágenes, sobre la que luego volveré, evoca recuerdos vívidos que pesan más, creo, por su carga referencial, vital incluso, que por su carga simbólica, que en todo caso no es, ni mucho menos, una carga menor. Y es, también y creo que sobre todo, un ejercicio de reivindicación de una identidad fiel a sí misma en la que brilla el Madrid aún habitado por los adelantados y los epígonos de la Movida –dígalo, si no, el título del poemario– que el poeta vivió a finales de los ochenta. No son casuales los guiños a El canto de la tripulación de Alberto García Álix en el poema “Domiciliario”, ni a El viejo topo en “La Bobia”. De esta reivindicación identitaria dan buena cuenta, sobre todo, “Crematorio de Pashupatinath”, “Travis”, “Aprieto el músculo del aire”, “Fonética del mundo” y “El viaje”, poemas que me han movido especialmente, y versos lapidarios y brillantes como “la memoria es pornográfica / y la felicidad / la descarga de un cuerpo joven” (“Puede que sea otro”), “la indolencia siempre ha tutelado / estos contratiempos de la memoria” (“15 años”) o “yo soy el único enemigo de lo que está en mí” (“Los procesos de Moscú”).

Jaime Silva escribe su poemario combinando la renuncia deliberada a los signos de puntuación y la ruptura de la ortodoxia sintáctica con imágenes que se suceden y se superponen tejiendo una atmósfera rayana en el surrealismo, y en esto, parafraseando el título de uno de sus poemas, aprovecha muy bien la oportunidad de ser Serguéi Esenin y volver por las sendas que abrió el imaginismo ruso de los primeros años veinte del pasado siglo. Creo que en estas claves se sustenta la actitud iconoclasta del poeta, que se apoya en referentes culturales tan evidentes como poco comunes, en consonancia con esa disruptividad tan suya a la que me referí en mis primeras palabras. El lector común reconocerá fácilmente, por ejemplo, la mención a los últimos fusilamientos de la España de Franco el 25 de septiembre de 1975 (“Durante las últimas ejecuciones del franquismo”), en donde hay un homenaje evidente a Leopoldo María Panero, pero quizá no le resultará tan fácil reconocer al esclavo taxidermista John Edmonstone (“Los procesos de Moscú”), a Guy Debord, el director de la revista Internationale Situationniste, que se suicidó en 1994 (“Las botellas blandean”), al aventurero Roco Vargas, creado por Daniel Torres (“Ciertos agudos de fotogramas calientes”) o a los Cramps (“Y si el viento de los años se dispersa”).

No creo equivocarme si digo que veo en Jaime Silva algunos rasgos de Lux Interior, el polifacético fundador de los Cramps, a mitad de camino entre los aullidos del licántropo adolescente y los vuelos sobre las olas de un pájaro surfero que miran a través de sus gafas de sol tras la oscuridad (quien conozca a los Cramps entenderá los guiños, y quien no, encontrará en estas pistas una buena razón para conocerlos). En ese juego de contrastes, como en tantos otros lugares recónditos, está también la poesía.  

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