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Acabo de abandonar la lectura de un libro sobre la creación literaria que me habían recomendado. (Escribir ficción: una guía práctica de la famosa escuela de escritores de Nueva York.) No puedo decir que no se muestren en él buenas ideas, que no haya análisis muy interesantes sobre los diferentes tipos de narración, del papel del narrador, del tiempo narrativo, consejos prácticos, textos de referencia, recetas, etc., pero, sinceramente, me doy cuenta de que nada tiene que ver con mi experiencia como escritor. Es como leer un docto y pormenorizado libro de medicina para no encontrar en él las características y remedios de la enfermedad que te aqueja.

Y -salvando las distancias- me acordé de que algo parecido le pasó a otra escritora a quien admiro: Carmen Martín Gaite. Lo había leído hace bastantes años en El cuento de nunca acabar. Lo busqué y lo encontré. Y aquí transcribo algunas de las cosas que ella escribía a propósito. Es el capítulo titulado Vela de foque.
En él, C M Gaite nos cuenta la anécdota de que al comentar con un amigo lo que estaba haciendo (escribir este libro sobre la creación literaria), este viene a decirle que haría bien en consultar lo ya escrito sobre el asunto, pues es posible que lo que ella diga ya se haya dicho. A la escritora esto le causa desazón y está durante tres meses leyendo la amplia bibliografía que esta persona -que es especialista en letras- le ha proporcionado.
En esta primera época de mis lecturas, que duraría tres meses, iba todas las tardes a la biblioteca del Ateneo y me metía en aquellos libros con el ademán sumiso y circunspecto de quien entra en clase y puede soñar, a lo sumo, con interrumpir al profesor formulándole, en un tono acorde con el suyo, alguna petición de puntualizaciones, pero nunca con levantarse y decir: ¿Sabe lo que he pensado?, que me canso y me voy a tomar un poco el sol.
Después, poco a poco, aquella guardia que había montado contra los acosos de mi escepticismo se fue relajando, y aún sin dejar de reconocer que en aquellas clases estaba aprendiendo mucho, volví a recordar con nostalgia mi vacilante trabajo y comprendí que se me estaba desvirtuando precisamente al abjurar de sus dificultades, es decir, de los rodeos que daba para mantener fresco mi lenguaje y salvarlo de caer en una jerga doctoral. Así que seguí leyendo, pero ya desde un reducto más independiente, más presidido por el “sin embargo”. Y notablemente disminuida mi fascinación que me había proporcionado aquella copiosa bibliografía, dejé de tener por obligatorio agotarla. Mis apuntes volvieron a recobrar el ritmo peculiar y tenaz de antes, a deambular y ramificarse por donde Dios les daba a entender. Hasta que definitivamente me aburrí de escuchar opiniones ajenas y me dediqué a lidiar con los problemas que me proponían las propias. Menos mal, porque si no a estas horas mis resabios académicos podrían haberme traído a estar preparando una ponencia para sabe Dios qué congreso de qué Universidad, con mi correspondiente letrero de estructuralismo o de lo que fuera colgado al cuello.
“Mira, déjalo, no me des ahora más bibliografía”, le dije a mi amigo un día que me traía nuevos títulos apuntados en un papel. “He pensado que voy a tirar por mi cuenta y ya veremos por dónde salgo.”
Había dejado a medias un libro de Vladimir Propp, muy inteligente por otra parte, sobre la morfología del cuento, y tenía todavía otros muchos por mirar. Son lecturas -quiero dejarlo claro- de las que no me arrepiento en absoluto, que me proporcionaron sugerencias y pienso reanudar en alguna ocasión. Pero por entonces ya me habían prestado un servicio fundamental: el de hacerme saber que el libro que yo quería escribir no estaba escrito todavía. Aquellos autores no ponían al uso lo que sabían, lo mantenía incontaminado, se lo daban a los demás para que los trataran con miramientos, no para que lo dejaran circular añadido al torrente de sus propias experiencias. Es decir, me parecía que no habían inventado un tono adecuado a lo simultáneo de la narración con la vivencia que la promueve.
“Son libros que te informan de muchas cosas -le dije a mi amigo-, pero que no te cuentan nada. Y yo creo que un libro sobre narración tiene que dar ejemplo y contar cosas, ¿no te parece?”
El amigo le pregunta entonces sobre la metodología que va a utilizar.
Le contesté que no conocía otra que la de llevar siempre las manos por delante para no tropezar, confiar en la intuición y estar bien atenta a las incidencias de la ruta y al viento que soplase. “Sí -dijo él como dejándome por imposible-, a ti siempre te ha gustado más sortear los escollos manejando la vela de foque que desplegar la mayor o la cangreja.”
Todo esto, que de manera tan natural e inteligente presenta Martín Gaite, a mí me parece el modo más acertado de enfocar la escritura. No dudo de la ayuda que supone el estudio y análisis de las técnicas y los textos. Pero el fundamento es algo más anclado al propio terreno: lectura, experiencia personal y continua reflexión.