Cumpleaños de un agricultor
13 febrero, 2023
De la presentación en Segovia del poemario “25-33”, de Santiago A. López Navia
20 marzo, 2023

Por Luis Junco

En más de una ocasión he escrito en este blog sobre John Cowper Powys. (He aquí dos enlaces al respecto: https://www.ladiscreta.com/2019/07/16/john-cowper-powys-el-gran-narrador-desconocido/ ;https://www.ladiscreta.com/2021/01/31/glastonbury-romance-otra-novela-de-john-cowper-powys/ ). 

Y si lo hago por tercera vez, es a causa de un comentario de Morine Krissdotir, una de las personas que más ha investigado sobre su vida. En su libro La vida de Powys alude a su Autobiografía, y señala que el primer capítulo de esta obra es “una de las piezas de prosa más complejas y bellas sobre la infancia”. Yo lo leí hace ya unos cuantos años, y estoy de acuerdo con ella. El libro entero me pareció sorprendente y magnífico, pero es cierto que ese primer capítulo, titulado Shirley, es de lo mejor que he leído sobre la infancia de un escritor. Si tuviera que elegir tres autobiografías sobre los primeros años de la vida, sin muchas dudas elegiría Años de infancia, de Sergéi Aksakov; Allá lejos y hace tiempo, de William Henry Hudson, y esta Autobiografía, de John Cowper Powys.

El libro

Un comentario de su biógrafa que me llevó a buscar las notas de aquella lectura, y en particular de aquel primer capítulo, del que hice algunas traducciones, pues hay que seguir diciendo -como en su día señalé- que, incomprensiblemente para mí, Powys sigue siendo un escritor casi desconocido en nuestro país y apenas traducido al español. 

Mi solo objetivo al transcribir algunas de aquellas notas de lectura y comentarios es alentar a los lectores a conocer a este autor, cuya escritura, si bien compleja y llena de matices, siempre enriquece y pone al descubierto aspectos recónditos de nuestra naturaleza. 

El libro fue publicado en 1932, año en que Powys regresaba a Gran Bretaña después de años viviendo en Estados Unidos. Tenía 62 años. 

El título de este primer capítulo, Shirley, se refiere al pequeño pueblo de Derbyshire, lugar de su nacimiento en 1872 y en donde su padre, Charles Frances Powys, ejercía de párroco. Y fue en aquel sencillo escenario, en los objetos y lugares que le rodeaban y en la relación con su padre y hermanos más pequeños, en donde tuvo origen y desarrollo una especial sensibilidad que marcaría su espíritu creativo y retendría hasta el final de sus días. Es, permítaseme la expresión, su “marca de agua”, el núcleo de su inspiración y lo que he detectado en todas las novelas y ensayos que de él he leído, y que más tarde él denominó inscrutable ectasy. En este primer capítulo da testimonio de su origen y su presencia, y sus intentos por explicarlo (explicárselo) son conmovedores pero vanos, porque son irracionales.

Veamos algunos ejemplos, que tienen que ver con lugares y objetos. 

Dos elementos de la geografía de la villa eran un arroyo, el Dove, y un pequeño montículo, el Cloud. Y desde que era muy niño, este último fue para Powys algo muy especial, que trataba de reproducir de manera casi compulsiva con el barro de los márgenes del riachuelo.

Pues aunque esta eminencia -y su nombre era Monte Nube- ciertamente no eran los altísimos Alpes, siempre serán para mí sinónimo de lo más sublime. Y es que aunque muchos aspectos de nuestros días de la infancia parezcan realmente banales, cuán a menudo en el curso de nuestro posterior devenir se convierten en el vano intento de recuperar el hechizo que poseían, ese poder de descubrir lo inmenso en lo materialmente tan pequeño. ¡Qué mágica sagacidad la de la infancia en su poder de lograr efectos inmensos a través cosas insignificantes! 

Otro sencillo objeto que cincuenta años más tarde conservaba en su recuerdo toda la magia del primer día, fue un hacha que le hizo su padre de la rama de un laurel.

Recuperar aquel hacha de laurel del bosquecillo de Shirley sería recuperar todo el poder mágico de aquella adoración fetichista y eterna, a través de la cual los más evocadores y ordinarios objetos -un tocón de madera, un montón de piedras, un charco junto a la carretera, un antiguo tiro de chimenea- pueden convertirse en un Arca de la Alianza, evocadora de la música de las esferas.

Todo resulta interesante en la narración. Como cuando nos cuenta que para él la personalidad de su padre se encontraba en el espesor de las suelas de sus botas.

La grandeza y personalidad de mi padre se me manifestó en primer lugar no como un reverendo, ni como un podador de laureles, sino como el poseedor de unas botas de enorme espesor de suela. Si pudiera ahora capturar el verdadero significado de las suelas de las botas de mi padre, sería dueño de una de las grandes pistas que nos abre al secreto del cosmos (…) Aquellas grandes botas, tal y como las vi alineadas en una habitación que había detrás de la cocina, debían, lo creo realmente, haberse convertido en algo con significado para mí, en aquel sentido misterioso según el cual a lo largo de mi vida ciertos objetos inanimados adquirían significado acumulando en su interior un elemento de vida que podría denominarse éxtasis inescrutable. Incluso ahora, cuando soy casi treinta años más viejo de lo que él era entonces, soy consciente de un maravilloso secreto de felicidad. Un secreto al que me he aferrado una y otra vez, pero que siempre acaba por escurrírseme entre los dedos.

La iglesia de St. Michael, en Shirley

Sí, recuerda en cierto sentido a la magdalena de Proust, pero aquí resulta no tanto la recuperación de un tiempo perdido, sino una sensación más profunda, un estado de consciencia que pone de manifiesto aspectos de la realidad que normalmente permanecen ocultos y que él encuentra en la simplicidad de ciertos objetos inanimados.

Estos sentimientos tenían que ver con esa marea que se adivina por debajo de la vida y que revela por grados, a una mente que sepa observar esas revelaciones, una secreta consciencia que no puede ser inadvertida. El hecho de que eran suelas de botas y su “razón de ser” fuera la presión de la tierra bajo las piernas de un hombre con la intensidad volcánica y el sentimiento terrenal de mi padre, es sin duda un símbolo con significado, pero de ninguna manera explica esta emoción infantil tan singular ni menos aún el sentimiento de algo mucho más profundo que todavía me perturba.

Su padre, el reverendo Charles Frances, también fue el que le introdujo a la literatura. Dándole a leer Alicia a través del espejo, cuando apenas tenía siete años de edad, y, sobre todo, por la apasionada lectura que hacía ante sus hijos de un poema épico, El paso del Rin. 

(Es curioso que yo conociera este libro. Mientras me documentaba sobre la batalla de Culloden di con él, Los caballeros escoceses, de William E. Aytoun, jacobita y masón. Y también es curioso que en este primer capítulo de la autobiografía, la presencia de Carlos Estuardo y las rebeliones jabobitas estén presentes. Escribe Powys:

La pequeña villa de Shirley se unía por una pequeña carretera que iba al este, y si no estoy equivocado, a la ancha vía que unía Ashbourne y Derby, y como siempre imaginé, el punto en el que la armada de Carlos Estuardo y su pintoresco ejército de rebeldes decidieron volverse a Escocia, hacia su lamentable destino de la derrota de Culloden, en lugar de continuar hacia Londres.

Pero ya hace tiempo que me han dejado de sorprenderme este tipo de entrelazamientos.)

Él eligió este poema, por razones suyas, que yo desconocía, y lo eligió de un gran libro que teníamos de Los caballeros escoceses, de Aytoun. El paso del río en aquella ocasión era atravesado por exiliados highlanders, al servicio -supongo yo- del rey de Francia. No puedo decir si leyó algunos otros emocionantes poemas de aquel volumen, como “Dundee” y “Flodden”, pero lo importante -al menos para mí- es que recibió mi primera impresión del encanto de la literatura en relación con los exiliados, y con exiliados cuya causa estaba irremediablemente perdida.

Pero aún me influyeron más las ilustraciones de libro de Aytoun (…) Los versos de Aytoun hicieron una gran parte, pero el ilustrador de esta gran edición hizo mucho más, al transformarme de inmediato en un obstinado e incurable romántico… Los caballeros escoceses de Aytoun germinaron profundamente en mi estómago, en donde el cordón umbilical aún debe permanecer, aquella peculiar emoción céltica, que, como el propio espíritu de Wales, siempre está volviendo como agua que regresa buscando su nivel, su propio orgullo interior. 

Y creo que ya me he alargado más de la cuenta en esta entrada. Otras muchas cosas interesantes hay en el capítulo, como las confesiones de Powys sobre una inclinación que también tuvo su origen en la infancia, el sadismo. Algo que él dice haber detectado en muchos libros y escritores, entre otros, Dovstoievsky, aunque, según él, éste supo sublimarlo por el espíritu. 

Acabo como empezaba, con unas reflexiones de este pensador y escritor genial sobre la magia de la infancia y esa manía de los adultos en regalar juguetes caros y en abundancia, que solo demuestra su falta comprensión de lo que para un niño supone el juego y el juguete.

Pero la apasionada vida interior de los niños, esa existencia imaginativa que supone para ellos el único propósito y vital interés de sus días no es un juego. Les parece un juego a los adultos. 

A un niño real cualquier cosa le servirá como juguete. Los juguetes baratos no son dañinos, y dan a esos niños un placer incalculable (…) No son simples juguetes. Se convierten en médiums, los puentes, escaleras, madrigueras, alfombras mágicas a través de los cuales llegan al reino de los cielos; en otras palabras, a través de ellos se adentran en esa tierra de arco iris de su imaginación.

(Y no puedo resistirme a transcribir los versos de The burial of Dundee, del libro de Aytoun, cuya emoción heredó John Powys del recitado de su padre, y que se supo de memoria hasta su último aliento:

SOUND the fife, and cry the slogan
Let the pibroch shake the air
With its wild triumphal music.
Worthy of the freight we bear.
Let the ancient hills of Scotland
Hear once more the battle-song
Swell within their glens and valleys
As the clansmen march along !
Never from the field of combat,
Never from the deadly fray,
Was a nobler trophy carried
Than we bring with us to-day
Never, since the valiant Douglas
On his dauntless bosom bore
Good King Robert's heart the priceless
To our dear Redeemer's shore !
Lo ! we bring with us the hero
Lo ! we bring the conquering Graeme,
Crowned as best beseems a victor
From the altar of his fame ;
Fresh and bleeding from the battle
Whence his spirit took its flight,
Midst the crashing charge of squadrons,
And the thunder of the fight !
Strike, I say, the notes of triumph,
As we march o'er moor and lea !
Is there any here will venture
To bewail our dead Dundee ?
Let the widows of the traitors
Weep until their eyes are dim !
Wail ye may full well for Scotland
Let none dare to mourn for him !
See ! above his glorious body
Lies the royal banner's fold
See ! his valiant blood is mingled,

With its crimson and its gold
See how calm he looks, and stately,
Like a warrior on his shield,
Waiting till the flush of morning
Breaks along the battle-field !
See Oh never more, my comrades,
Shall we see that falcon eye
Redden with its inward lightning,
As the hour of fight drew nigh !
Never shall we hear the voice that,
Clearer than the trumpet's call,
Bade us strike for King and Country,
Bade us win the field, or fall !)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *