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Hace unos años, cuando leía sobre los orígenes del cómic, di con un curioso libro, Behind a brass knocker (1883), con texto de Charles H. Ross e ilustraciones de F. Barnard. Me llamó la atención la cita inicial, que trata de resumir el contenido del libro:

De todos los misterios que forman parte de la naturaleza humana, quizás el que resulta más sorprendente es el placer que se desprende de la observación de lo horrible. Nos causa curiosidad, y el horror acaba convirtiéndose en deleite. 

Y nos describe la extraña y misteriosa realidad que se esconde tras las puertas de una casa de huéspedes situada en una olvidada esquina de una plaza londinense y que regentan Mrs. Mite y su hija, Miss Melia. Supe que el autor del texto, Charles Henry Ross, había sido también el autor de Ally Sloper, quizás la primera tira cómica de la historia, publicada en 1867 por la revista londinense Judy. 

No hace mucho, mientras indagaba sobre la relación que pudiera unir los destinos del marino y explorador escocés George Glas con el físico Michael Faraday, descubrí que el hilo que los ligaba era John Barnard, pastor protestante que fundó con Glas el primer templo de la secta glasita en Londres. John Barnard fue tío abuelo de Sarah Barnard, que se convertiría en la esposa del célebre físico inglés. Mientras estaba en esta indagación me vino al recuerdo aquel curioso libro, Behind a brass knocker, y pensé si el ilustrador, del mismo apellido, tenía que ver con estos Barnard que unían a George Glas con Michael Faraday. 

Pues resultó que sí. Frederick Barnard, que era el nombre completo de la persona que acompañó a Charles H. Ross en aquella publicación de 1883, fue nada menos que el hermano de Sarah Barnard, esposa de Michael Faraday. Y no solo eso, sino que en 1870 se casó con Alice Faraday, la hija de James Faraday, hermano de Michael, de cuya unión tuvo un hijo, Geoffrey, y dos hijas, Marion y Dorothy. También supe que Frederick Barnard fue un famoso ilustrador de su tiempo, y que además de sus colaboraciones con la revista Harper´s, fue muy conocido por sus ilustraciones en las novelas más importantes de Charles Dickens, publicadas en los años 70 del siglo XIX por Chapman & Hall. Como pintor también fue reconocido y avalado por grandes figuras, como John Singer Sargent, retratista de sus hijas, Marion y Dorothy, y con quien compartió amistad toda la vida. 

Pero en 1891, la existencia de Frederick Barnard sufrió un duro golpe del que no pudo recuperarse. Su único hijo, Geoffrey, por el que sentía predilección y a quien había iniciado en su misma profesión, falleció de una enfermedad del corazón cuando apenas llegaba a los veinte años. Durante cinco años Barnard intentó sobreponerse y seguir con la pintura y los encargos de ilustraciones, que nunca le faltaron, pero caía en profundas depresiones, que quiso atajar con medicamentos y opiáceos. Se separó de Alice Faraday, y en 1896, en un incendio en su dormitorio que tenía todos los visos de haber sido provocado por él mismo, falleció cuando contaba con cincuenta años. 

Parece que el curso normal de las vidas es el de acrecentar su caudal, con proyectos, obras, ilusiones, para acabar languideciendo con el tiempo y extinguirse suavemente, como se desvanece en el aire el humo de una vela. Pero en otras, el discurrir se trunca cuando el caudal aún está creciendo, abruptamente, y se desploman con estrépito, como la impetuosa vena de agua que se precipita desde una gran altura.

Para mí, la existencia de Michael Faraday respondió al primero de los destinos descritos. Fue consciente del lento pero inexorable decaimiento de sus facultades y capacidad creativa, para acabar falleciendo sentado en su silla de trabajo. Pero no así ocurrió con George Glas y Frederick Barnard, cuyos finales trágicos y sus vidas en general las contemplamos con esa mezcla de horror y deleite a la que aludía la cita del libro con el que inicié esta entrada. Sus destinos tuvieron esa extraña, triste y a la vez hermosa cualidad. 

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