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Por Luis Junco

Me llegó ayer la noticia del fallecimiento de Melquiades Álvarez, hombre batallador, comprometido y defensor de la cultura en la pequeña villa de Santa Brígida, de mi isla de origen. Melquiades era también el compañero de Laura Cobos, profesora de filosofía del instituto de la localidad, y que también falleciera de manera inesperada hace poco más de un año. Con Laura compartí tres años de docencia en aquel centro educativo. 

A la impresión que siempre causa una muerte inesperada, en muchas ocasiones se añaden sentimientos sombríos de confusión, dolor, desesperanza, y por lo que a mí respecta, y en este caso en particular, un recuerdo que tuvo su origen en Laura y que ahora, con motivo de la muerte de quien había sido su compañero, se tiñe de significado y hasta de optimismo. 

La caldera de Bandama

Debió de ocurrir allá por el otoño del 2008, un año antes del que yo -también de manera inesperada- tuviera que jubilarme. Un pequeño grupo de compañeros del instituto -creo que éramos cinco en total y entre ellos estaba Laura- habíamos decidido acudir a una cata del primer vino elaborado por una de las bodegas de la zona de la Caldera de Bandama. (La Caldera es producto de un proceso volcánico explosivo que tuvo lugar hace más de 4 mil años: el derrumbe del enorme cono volcánico dejó un agujero de 1,5 km de diámetro que hoy es la caldera propiamente dicha. Con el tiempo, las vastas zonas de piroclastos (picones) que dejó la erupción se mostraron terrenos muy propicios para el cultivo de la vid y la producción de los excelentes vinos del Monte de fama mundial.) El lugar de la cata era un pequeño y humilde bar que aún sigue al borde de la caldera. Comimos y empezamos a catar las primicias de aquel estupendo vino, y al poco, entre la buena conversación y el buen vino, todos nos hallamos en un estado de bienestar y euforia que siempre recordaremos. 

Al final de la comida y de la cata, nos acercamos andando hasta borde de la inmensa y hermosa caldera. 

Mirando abajo, Laura comentó: “Es curioso pensar que este buen humor y bienestar que sentimos provenga en realidad de una violenta y caótica explosión volcánica. Más bien pareciera provenir del alma serena y reflexiva de los sabios filósofos de otros tiempos.” 

“Igual no estás tan desencaminada”, recuerdo que le contesté. “Es más que probable que en uno de esos vasos de vino que hemos catado, haya muchas moléculas de los estoicos y epicúreos griegos que tanto admiras.”

Me miró con sorpresa unos instantes. “¿Es eso cierto?”

“Ya lo creo”, le dije: “Se basa en la cantidad de moléculas que hay un un simple vaso de vino. Nada menos que diez elevado a 25, un uno con veinticinco ceros detrás. Una cifra tan grande lleva a concluir que la probabilidad de que contenga moléculas que formaron parte del cuerpo de Séneca sea igualmente enorme. Es más, si damos tiempo suficiente después de nuestra propia muerte, moléculas de nuestro cuerpo aparecerán en el vaso de vino que beberán en este mismo lugar las próximas generaciones.”

Maravillada, Laura devolvió su mirada al fondo de la caldera, para responder al cabo de unos momentos: “Me voy a quedar con ese precioso pensamiento, ¿sabes? ¡Qué hermoso sería volver a la vida en la copa del buen vino que se bebiera uno de mis tataranietos!”

También yo me quedé con aquel pensamiento y su recuerdo ilumina estos otros que la muerte tanto oscurece. Tal vez por eso, el mejor homenaje y memoria que podemos rendir a Laura y a Mequiades sea acercarnos a ese bar al borde de la Caldera de Bandama y pedir una copa del buen vino de la zona. Mientras la bebemos, al tiempo que sentimos los sabores y aromas del volcán, tal vez nos demos cuenta de que también somos oficiantes del misterio de una anhelada resurrección. 

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